Thomas Müller, un geógrafo y fotógrafo alemán, había recorrido los Alpes, los fiordos noruegos y las estepas mongolas. Pero fue una vieja grabación de joropo que escuchó en Berlín lo que despertó su curiosidad por los llanos venezolanos. La voz del cantante, el repique del arpa y el retumbar del bajo lo transportaron a un lugar que aún no conocía, pero que ya sentía suyo.
Decidió emprender un viaje de tres semanas por la región llanera, comenzando en San Fernando de Apure. Allí, alquiló una camioneta y se adentró en la sabana, guiado por mapas topográficos, recomendaciones locales y una insaciable sed de descubrimiento. Su primer destino fue el hato La Esperanza, donde lo recibió Don Eusebio, un llanero de mirada serena y manos curtidas por el sol.
Los días en el hato fueron intensos. Aprendió a montar a caballo, a distinguir el canto del turpial del silbido del viento, y a respetar el ritmo pausado pero firme de la vida llanera. Cada amanecer era una sinfonía de colores y sonidos: garzas sobrevolando los esteros, vaqueros arreando ganado, y el eco lejano de un cuatro que alguien tocaba en la cocina.
Una noche, durante una fiesta patronal en Elorza, Thomas fue testigo de la fuerza cultural del llano. Bailó joropo con una joven llamada Mariana, quien le explicó que el baile no era solo celebración, sino resistencia, identidad y memoria. “Aquí bailamos para recordar quiénes somos”, le dijo. Esa frase quedó grabada en su libreta de campo.
En su recorrido, Thomas también visitó el Parque Nacional Aguaro-Guariquito, donde fotografió caimanes, chigüires y bandadas de corocoras. En Mantecal, compartió con músicos locales que improvisaban décimas sobre la vida, el amor y la sabana. Uno de ellos, apodado “El Coplero Silente”, le regaló una letra que decía: “El que pisa este terreno / no se va sin llevar huella / porque el alma de esta tierra / se le mete en las estrellas”.
Al final de su viaje, Thomas no solo había acumulado cientos de fotografías, sino también historias, canciones y silencios. De regreso en Alemania, organizó una exposición titulada “Sabana Adentro”, donde cada imagen iba acompañada de una décima, una grabación de joropo o una anécdota vivida. La muestra fue un éxito, pero más allá del reconocimiento, Thomas sabía que algo en él había cambiado.
Hoy, años después, sigue regresando cada temporada seca. Ha aprendido a tocar el cuatro, a preparar pisillo de chigüire y a entender que los llanos venezolanos no son solo un paisaje, sino una filosofía de vida. Como le dijo Don Eusebio en su última visita: “El llano no se recorre, se vive. Y el que lo vive, ya no es el mismo”.